10 Feb Alberto Corazón: Carta a mis colegas
Carta a mis colegas, escrita por un diseñador seriamente preocupado
por Alberto Corazón* (publicado en Articulado by sanserif.es)
El asunto preocupante es que, cuando creíamos que el diseño ya estaba ubicado entre las disciplinas que enriquecen e iluminan el modo en que nos relacionamos con lo que nos rodea, advierto con disgusto y rabia, que la percepción y comprensión de lo que hacemos los diseñadores regresa a tiempos que parecían superados. En mi ingenuidad había creído que cuando hablamos de diseño en el siglo XXI hablábamos ya de un ejercicio inteligente y que diseñar exigía conocimiento. El diseño comenzaba a incorporarse a las diplomaturas universitarias y tendría que aspirar, entonces, a convertirse en una disciplina del conocimiento. Estando últimamente un poco alejado de inauguraciones de eventos y de copas para celebrar presentaciones, no me daba cuenta de que cada vez que expresaba estas preocupaciones comenzaba a hacerse un vacío a mi alrededor. Hasta que hace unas semanas un colega compasivo me hizo entender que las cosas iban por otro lado, que no me enteraba del “cambio de paradigma” y que, además, me estaba convirtiendo en un aguafiestas. Es decir, que no he entendido el “buen rollito”, porque los medios de comunicación vuelven a ofrecernos una imagen de nuestro trabajo como de un ejercicio esteticista, banal y ridículamente narcisista. La modernidad parece estar asentada en la consigna de que los objetos deben ser ostentosamente inútiles y la comunicación gráfica ilegible. Si no se respetan estos axiomas uno es expulsado de la modernidad.
En el origen de este sinsentido está el hecho de que ser diseñador exige tan solo una decisión tautológica: decírselo a uno mismo. Yo desde ahora soy diseñador. Cualquier persona puede ser diseñador como puede ser taoísta o numismático. No se requiere ninguna capacidad ni destreza específica, basta con el deseo de serlo.
Llegados a este punto, no encuentro otro modo de que al menos una parte de nuestra profesión retome olvidadas dignidades, que el de dividirnos claramente en dos “escuelas”: una sería la escuela de los diseñadores que se esfuerzan en agigantar cualquier banalidad y la otra sería la escuela de los que se esfuerzan por hacer cosas inteligentes. No está en mi ánimo ofender a nadie. Estoy haciendo una taxonomía que refleja una realidad tan aséptica como la de diferenciar entre cazadores y rumiantes.
Se trata en realidad de una ordenación tan sencilla e inequívoca que las personas que, en nombre de instituciones convocan concursos de logotipos, de carteles para festejos, o ideas para monumentos, tendrían que hacer constar a cuál de las dos escuelas de diseño se dirigen. Del mismo modo, cuando en periódicos y revistas se publiciten como diseño mesas con patas kitsch, bibelots de cerámica, lámparas con plumas y bolsos con leds intermitentes, los redactores estarían obligados a rotular claramente a qué escuela de diseño pertenecen. Al público le vendrá muy bien esa información, y, lo que es más importante, volverían a acudir al estudio clientes con problemas interesantes y reales. Algunos de nosotros podríamos recobrar una cierta tranquilidad.
Yo estoy orgulloso de ser diseñador pero según en qué ambientes cuando me preguntan por mi profesión, empiezo a ocultarlo. Si en actos sociales, en un momento de debilidad, confiesas que eres diseñador, generalmente las cosas que uno tiene que escuchar son un verdadero atentado a la buena educación y el sentido común. Y yo ya no tengo ni edad ni agallas para sobrellevarlo con aplomo. Es entonces cuando, como el maestro Almodóvar, me pregunto ¿qué he hecho yo para merecer esto? Hagamos algo, queridos colegas, antes de que sea demasiado tarde.
*En recuerdo de su fallecimiento, hoy. D.E.P.