Castillos en el aire #MiMejorMaestro
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Castillos en el aire #MiMejorMaestro

Castillos en el aire #MiMejorMaestro

Su dedito índice se movía de forma precisa, surcando el aire de estelas que sólo sus ojos veían. Y que, aquellos que observábamos en silenció, éramos incapaces de desentrañar. No importaba que delante tuviera un plato de huevos con jamón. El dibujo incorpóreo centraba todo su mundo. Y el resto quedábamos aislados en el tiempo.

Cualquier cosa podía ser un detonante de este fascinante comportamiento. Incluso, cuando llevaba horas garabateando con sus colores, como si las dos dimensiones del papel no le bastaran. Dejaba con cuidado la cera y lentamente alzaba la vista hacia un punto indefinido, mientras su manita regordeta surcaba el aire. Un pequeño Gaudí que igual parecía escribir una palabra mágica, que dibujar un feroz dragón, que calcular el peso del átomo, sino fuera porque aún no era más alto que la silla.

Me gustaba seguir sus trazos forzando la vista por encima de las gafas, mientras fingía continuar mis tareas. Sus movimientos tenían un efecto hipnótico, que me hacían entrar casi en un estado de trance. El mundo conocido se difuminaba para devolverme a sensaciones ya casi olvidadas.

Toc, toc, toc, toc… El repiqueteo insistente del pie de Mª Luisa marca como un diapasón la transición entre una imagen y otra. El rumor de las risitas ahogadas, de los culos removiéndose en los bancos de madera y el olor indefinido de adolescente recién subido del patio. Un tsunami de sensaciones que se superponen unas a otras. Y ahí están esos mismos gestos. Esos dedos regordetes. Esa mirada al infinito. Esos trazos precisos con los que el profesor de dibujo técnico pinta con semblante abstraído formas geométricas en el aire. Uno de esos maestros de vocación que no sabes cómo acaban en bachillerato, pero cuyo cruce en tus vidas se hace indeleble. Carlos nosequé. Solo me viene a la cabeza que el apellido era vasco, o me sonaba así. Algo acabado en –uriz o -ariz. Armensúriz, quizá. Qué más da. Ingeniero, decían. De los que pintan los trazados de las vías de la Renfe.

Casi no recuerdo su voz. Sólo un sonido de timbre nasal, con un cierto temblor. Una vibración que se afanaba por borrar las rectas líneas incorpóreas del firmamento del aula. Era uno de esos seres que parecen extraídos de una novela o un tebeo. De faz como la del caballero con la mano en el pecho, alargada y con barba en forma de cuña, pelirroja para más señas. Siempre equipado con unos pantalones de pana beis y un suéter granate, de esos que llevan franjas con cenefas geométricas.

Me veo sentado en el quinto pupitre de la tercera fila, contando desde la puerta de acceso a la clase. Mirando aquellos dedos moverse acompasadamente, con el martilleo nervioso de una adolescente a mi espalda. Mientras él sigue a lo suyo. La tiza suspendida entre los dedos índice y pulgar deja caer polvillo sobre las cabezas de los de la primera fila, como si se frotase contra la superficie verdosa de la pizarra. Pero, no. La forma toma cuerpo en el aire, en la cabeza de Carlos y hasta en la mía la puedo atisbar, con sus marcas de cruz para las bisectrices. Zafs, zafs, zafs, zafs… suena el frote del puño que borra el exceso de grosor, mientras cobra fuerza el pesado respirar de Carlos Huelamo, esforzándose en tapar con un mar de rayas de boli Bic la trasera de la silla de Noverjes.

Otra marca en el aire. Y la cuerda vuelve a su sitio. Y yo la sigo con los ojos, intentando que no se me borré el paso anterior. Desde mi derecha, llega un suspiro femenino. Otra dama que hace sus castillos en el aire, pero que nada tiene que ver con la geometría perfecta que cincela cada movimiento del profesor. Un nuevo giro de cuerda invisible. Por fin, la figura luce completa. Y Carlos, el profesor, no el compañero que flanquea mi derecha con dedos llenos de tinta, mira complacido su obra. Hierático, deslumbrado, como yo mismo, mientras el tiempo pasa. Los adolescentes siguen cada uno a los suyo. Y el silencio se hace incómodo. Entonces, sin previo aviso, vuelve a la realidad. Como si nada de esto hubiera ocurrido. Se da la vuelta y se dirige a la pizarra. Coge la cuerda –ahora sí, la de toda la vida- y, paso a paso, repite la figura con la misma precisión, pero de espaldas al tendido. Tac, tac, tac. La adorna con profusión de explicaciones. Y el público respira aliviado.

Las caras de mis compañeros se difuminan, mientras oigo como anuncian calima por el sur del país y lluvias en algunos puntos de comunidad gallega. Mi hijo se pelea con un trozo de jamón armado con un tenedor y un cuchillo sin filo. Un mensaje parpadea en la pantalla del ordenador avisándome de que guarde los planos del trazado viario. Y observo, no sin rubor, que mi dedo índice pende del aire.

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Por José Antonio Giménez  #MiMejorMaestro @zendalibros