El diseño industrial, un remedio contrastado para la crisis económica
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El diseño industrial, un remedio contrastado para la crisis económica

El diseño industrial, un remedio contrastado para la crisis económica

Hay crisis económica. Hasta el Presidente del Gobierno lo ha reconocido. Y eso que se ha pasado los últimos tres meses utilizando circunloquios y eufemismos para evitar un término maldito para cualquier estadista; crisis. 

 

Una vez reconocido el problema, ahora toca la lluvia de medidas de cara a la galería, esto es, aquellas que prometen reducciones y ayudas para los ciudadanos y las empresas, pero que en realidad afectan a un porcentaje escaso de la población. Las otras, las reales, irán llegando con cuenta gotas. Entre otras cosas porque la crisis es mundial y el encarecimiento del combustible no es algo que pueda solventar el gobierno español.

 

De ahí que, en el día de conmemoración mundial del diseño industrial, permítanme que considere esta disciplina y sus profesionales una alternativa realista a la crisis económica. Y, porque no, una solución. No es argumento baladí. El diseño industrial o, mejor dicho, el resultado de apostar por el diseño aplicado a la industria ya ha demostrado ser un revulsivo en otras épocas.

 

Lo fue en Estados Unidos cuando se inició la gran depresión económica. En esa época de crisis en la que las personas –y las empresas- rehusaban gastar dinero, aparecieron productos irresistibles y llamativos que impulsaban la actitud a favor de la compra. Productos que aportaban soluciones y mejoraban procesos, lo que incidía en beneficio para el consumidor y también para el empresario. 

 

Hablamos del país que impulsó la racionalización en los procesos con la fabricación del automóvil Ford T, modelo único por años, que fue punta de lanza de la tendencia bautizada como “fordismo”, caracterizada por la durabilidad y la eficiencia del producto. La mejor definición del diseño industrial.


Claro que, la visión actual que tenemos de esta disciplina queda contaminada por otra tendencia también de origen norteamericano; el estilismo o formalismo (styling), que desarrolla un concepto de visión capitalista propio del sistema del “American way of life”. O, lo que es lo mismo, crear productos atractivos superficialmente que desencadenan un consumo acelerado a causa del envejecimiento psicológico determinado por la ley del último modelo. 


Curiosamente, el principal exponente de esta tendencia fue otra compañía automovilística, la General Motors, que apostó por aumentar el precio de los vehículos a medida que iba apareciendo un nuevo modelo cada año, con lo que se estimulaba el apetito del consumidor por medio de la imposición de modas promovidas por la publicidad. Cabe destacar que esta es la tendencia que aún predomina en la actualidad en el sector automotriz. 

 

Esta lacra es la que ha perdurado en la mente del consumidor y del empresario. Olvidando que el objetivo principal del diseño en general, y del diseño industrial en particular, es aportar soluciones y generar un producto basado en la repetición y orientado al público masivo, esto es, accesible para todos los bolsillos. Nada que ver con términos como exclusivo, único o, sin rodeos formales, caro, muy caro o desproporcionadamente caro frente a su utilidad real.

 

No es eso lo que observamos hoy en día en las empresas y los comercios. Parece que se ha olvidado que los diseñadores industriales nacieron como profesión cuando las primeras máquinas mutilaban o mataban a quienes las operaban. Y que, ante tal situación, algunos gobiernos –Austria fue el pionero en estas lides-, promulgaron leyes para reglamentar la seguridad laboral, estableciendo la obligatoriedad, por ejemplo, de recubrir con un cárter los engranajes. 

 

De esa manera la configuración técnica de la máquina quedaba oculta por carrocerías, aspecto que se convirtió posteriormente en una característica dominante de las tipologías de los objetos de la civilización industrial. Esa medida fue obra de diseñadores industriales. Y su resultado fue el incremento de la seguridad laboral y, paralelamente, de la reducción de los costes de producción.

 

Y todo ello, como demostró Peter Behrens, faro guía de diseñadores industriales como Mies van der Rohe, Le Corbusier o Walter Gropius, preocupándose también por la fealdad de los objetos fabricados en serie, y en general por la falta de voluntad de hacerlos atractivos para los consumidores. Eso sí, sin olvidar su utilidad.

 

En tiempos de crisis, la mejor política en la inversión es aquello que nos da mayores satisfacciones al menor coste. El diseño industrial nació con esa máxima. Ofrecer el producto técnicamente mejor resuelto, desde la mayor simplicidad funcional y el menor coste, pero sin olvidar lo estético. Funcionó en la gran depresión americana y funcionará en ésta, si nuestros políticos y empresarios confían en las ideas de quienes salvaron la última crisis mundial; los diseñadores industriales.

 

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