17 Jul El largo de los pantalones
No sé cuándo aprendí a hacer anillos de humo. Lo cierto es que ni siquiera recuerdo cuando fumé el primer pitillo. Sé que empecé pronto, aún con rodillas negras y barro en las manos. Entonces pasábamos tanto tiempo en la calle, que algo teníamos que hacer en los tiempos muertos. Esos que trascurren entre darle patadas a una lata y pelearnos con los niños del otro lado de la acequia.
Cuando las piedras dejaban de silbar y pasábamos revista a las tropas, el tiempo empezaba a hacerse espeso. De la emoción y la épica, se pasaba a un silencio sudoroso. A mirarse las manos y las piernas, sin saber qué hacer. Hasta que un día de verano, alguien puso en mis dedos una colilla. Único consuelo que teníamos para calmar los temblores, más de rabia que de frío.
Cuando Moreno, el de la paquetería, me alargó la luciérnaga de humo, me quedé helado. No sabía qué hacer. Las muchas horas de poses de chulapo de verbena ante el espejo de latón de la abuela no parecían haberme servido de mucho. La cogí con ademán despreocupado, pero, en realidad, mi corazón golpeaba el pecho como un tambor, me temblaba el brazo y sentía como las gotas de sudor recorrían la espalda. Aspiré con timidez y sentí como el fuego quemaba la garganta y los pulmones se hinchaban con un cosquilleo. Triunfo efímero. Una repentina tos dobló mi cuerpo, entre risas de unos y ojos como platos de los que, como yo, todavía llevaban tirantes y pelo a cepillo.
Note que una mano recuperaba la colilla de mis dedos. De reojo vi al hijo del panadero apurar la calada dejando salir un chorro de humo por los labios, al tiempo que unas lagrimillas pugnaban por desbordar los míos. Nadie dijo nada, pero sentía clavadas en mi nuca las miradas de los que, hasta ahora, habían sido mis iguales. Unas miradas que pesaban en los hombros y me mantenían con la cabeza baja.
El ruido de una camioneta nos sacó a todos del letargo. La estela de polvo que dejaba atrás le hacía parecer un monstruo de ojos brillantes que rasgaba las primeras sombras de la tarde. Probablemente, uno de los forrajeros que venían de Moralzarzal para descargar heno y sacos de grano. El vehículo se acercaba inexorablemente a nosotros. Nunca pude agradecer a ese conductor el cambio de tercio que me permitió secarme los ojos y recuperar la compostura.
Tras matar la colilla, nada más quedaba por hacer. La camioneta paso dando botes por el empedrado del puentecillo y dejando una niebla sucia que impedía ver el cielo. Era la señal para replegarse. Uno a uno, los de más edad empezaron la procesión. Se movían lentamente, balanceándose de un lado a otro como un paso del Santísimo Cristo de las Mercedes. Entraban en las tinieblas y desaparecían como fantasmas. Los pequeños seguíamos allí, sin abrir la boca.
-¡Lagartija!- gritó una voz. Y el zagal enjuto que respondía a ese apodo salió disparado hasta desvanecerse también. Quedábamos cuatro. Piti y Marcial que no habían dejado de darse con el codo y cuchichear desde que paró la escaramuza. Y Carmelo, que permanecía tumbado todo lo largo que era mirando al infinito, en silencio.
-¿Qué… qué haces?- murmuré.
-¡Que no te pispas del cielo que tenemos! -Y cruzó las dos manos en la nuca, dejando a la vista el remiendo de la camisa.
-Poco se ve hoy que no hay Luna. Y menos se verá en un rato, si no nos damos prisa en volver… – Hablé con aplomo, como si la calada me hubiera aportado la experiencia de la vida.
-Yo, de aquí no me muevo- No lo dijo con violencia, sino con la convicción de quien espera algo que es más importante que la vida misma. -Mi padre dice que en noches como ésta se pueden ver las Lágrimas de San Lorenzo…-
-¿Las lágrimas de San Lorenzo?- Pregunté desconcertado- ¿Ese no es el que está pasado Colmenarejo? Dile a tu padre que te lleve… y pleguemos que la noche está a la vuelta de la esquina.
-Pues mi madre dice que el único cielo que existe es el cielo de Madrid-, se arrancó Marcial con una vocecilla pituda que denotaba que tenía los años justos para sumar más dedos que una mano.
-¡Quia! ¿Y tú qué sabrás? – respondió Piti, acompañando sus palabras con un puñetazo en el brazo. Marcial devolvió el envite y los dos acabaron revolcados en el suelo entre gruñidos y risas.
-El señorito Mejías le dijo a mi padre que las lágrimas son de fuego… Y que hay mucha afición a pedir deseos cuando se ven. ¡Y muchos se cumplen!- Ahora, entendía mejor el interés de Carmelo. Todos teníamos un deseo. Llevaba falda de tul y se dejaba ver por la pastelería los domingos después de misa. Si él se quedaba, yo también.
Y ahí permanecimos, pasando frío sobre el empedrado. Clavados los ojos en el firmamento en busca de una lágrima de San Lorenzo. Pena que no supiéramos muy bien qué buscar, mientras las nubes iban apagando las lucecitas que manchaban la inmensa negrura que teníamos encima. Un trueno lejano anunció tormenta, pero ninguno de los dos nos movimos. Ni siquiera, cuando Piti y Marcial cansados de lanzarse puyas y empujones, acabaron por volver a casa. Llegaron los relámpagos y con ellos un viento de la sierra que cortaba la respiración. Ni los temblores, ni el vaho nos hicieron cambiar de actitud. El primero que viera la lágrima se llevaría un beso de Manuela.
A las primeras gotas que cayeron les pedimos todo tipo de zalamerías, tan tontas como la propia idea de que eso que venía del cielo eran las lágrimas de San Lorenzo. La tormenta arreció. Corrimos por las calles sin mirar atrás, con la certeza de haber sido más rápido que el otro y tener el favor del Santo y el de Manuela.
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Por José Antonio Giménez